
Era invierno. Paseábamos un amigo y yo por las calles de una capital castellana. Vimos que en una plaza, bajo los soportales de la misma, había un niño dibujando los edificios de alrededor: la plaza, la catedral, la fuente… No era español. Era un niño polaco o ruso, de un país del Este. Uno de los dibujos me gustó y decidí comprarlo.
Cuando le extendí la mano para pagarle, me di cuenta de que el niño no tenía guantes, a pesar de que el termómetro marcaba cinco grados bajo cero.
¿Por qué no llevas guantes? – le pregunté.
Para poder agarrar bien el lápiz – me contestó.
Y empezó a contarme que adoraba la ciudad en invierno ya que era la mejor estación para dibujarla. Se puso tan contento con la compra que decidió hacerme un retrato sin cobrarme nada.
Cuando terminó de dibujar me di cuenta de que había sucedido algo muy extraño: habíamos estado hablando durante casi cinco minutos sin que ninguno supiese hablar la lengua del otro. Nos entendíamos a base de gestos, risas, expresiones faciales y la voluntad de compartir algo.
La simple voluntad de compartir algo hizo que consiguiéramos entrar en el mundo del lenguaje sin palabras, donde todo es siempre claro y no existe el menor riesgo de ser mal interpretado.
Alguien dijo que las palabras se las lleva el viento. Tal vez el frío viento de aquella ciudad en invierno o los cinco grados bajo cero de temperatura.
Sin embargo, amigo, habla. No te calles. Comparte con los demás lo que eres, lo que tienes, lo que eres capaz de dar. Habla sin palabras. Habla con gestos, con acciones para que así jamás puedas ser malinterpretado.
María hablaba poco. Guardaba muchas cosas acerca de su hijo en el corazón, pero al final habló abriendo su casa a Juan, el discípulo amado, que es lo mismo que decir que abrió su casa a todos nosotros.
DIOS TE SALVE, MARÍA, LLENA ERES DE GRACIA.
EL SEÑOR ES CONTIGO
BENDITA TÚ ENTRE TODAS LAS MUJERES,
Y BENDITO ES EL FRUTO DE TU VIENTRE, JESÚS. AMÉN
