

Estas semanas pasamos del carnaval a la ceniza. Un curioso itinerario. Una de esas expresiones colectivas, donde la tradición, la cultura, la historia y la fe se combinan para reflejar con asombrosa claridad uno de nuestros contrastes profundos. Así somos, a veces escondidos tras máscaras, o envueltos en plumajes brillantes. Y otras veces necesitados de dejar a un lado las capas y envoltorios para mirarnos desde nuestra autenticidad profunda y frágil a un tiempo.
Algo de esto tiene el carnaval. Es una especie de apoteosis del sueño, de la quimera, del espejismo. En carnaval no hay más que la fachada que uno quiere mostrar. El estruendo tapa todos los matices Es una curiosa metáfora de cómo a veces puedo vivir.
Me disfrazo de fuerte, cuando me sé vulnerable. Aparento ser duro aunque esté quebrado por dentro. La palabra cortés me evita hablar a fondo. Oculto los ratos muertos, las inquietudes cotidianas, las desazones o las heridas. O enmascaro los miedos con proyectos inacabables.
Supongo que a veces uno tiene derecho a ser prudente en lo que muestra y lo que no. Pero es importante abrir puertas, cuantas más mejor, para poder compartir toda esa vida que va por dentro.
Vestirse de sayal y cubrirse de ceniza sería la otra cara de esa moneda. Como quien se quita el maquillaje frente a un espejo, para encontrarse con la piel desnuda. Como quien se va despojando de capas o ropas y va quedando desprotegido.
En este tiempo de ceniza insistimos en poder ver nuestra verdad sin adornos. No se trata de mortificarme, o de decir: «no valgo nada». Eso sería ridículo, y falso.
Es intentar verlo todo, lo bueno y lo malo. Mirarme, y saber quién soy. Aceptar la limitación, reconocer el talento y el error. Descubrir las grietas, para ver si hay que hacer algo con ellas. Confiar en ese Dios que me conoce mejor que yo mismo. Y poder compartir este ser mío con otros.
En la antigüedad los penitentes cubrían su cabeza de ceniza y se colocaban en las puertas de los lugares públicos para mostrar su arrepentimiento y ganar la benevolencia de Dios…
Y aún hoy la puerta de entrada en la cuaresma es para nosotros el miércoles de ceniza. Y reproducimos, aunque sea de modo simbólico, aquel gesto, mientras se nos dice «conviértete y cree en el evangelio» (una vez dejado atrás aquel enunciado un poco más sombrío que era «recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás»). Cuando uno es niño quizás le parece gracioso, chocante, hasta algo exótico eso de que te tiznen la frente con ceniza. Pero ya no somos niños. ¿Cómo encontrarle un sentido pleno a ese gesto? ¿Qué significado le damos hoy? ¿Qué palabra se nos propone?
Les respondió Jesús: «No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.» (Lc 5, 31-32)
