
Es una expansión que nos atrae y nos envuelve en su loca alegría, un tanto disparatada y desbordante, quizá por el hecho de vivirla en la incógnita de un disfraz y un antifaz enigmático… Esta especie de desbordamiento festivalero nos trae a la mente el deseo de todo ser humano de desembarazarnos de las preocupaciones, de aligerar nuestros hombros de la carga de obligaciones cotidianas y de dar «rienda suelta» al placer y a la alegría. Pero … ¡cuidado ! pues pudiéramos caer en la inmadurez de llegar a creer que la vida es semejante a un carnaval… Y así vamos por el mundo tratando de mostrar un rostro y un ropaje que no son los verdaderos. Parece que somos una cosa y somos otra en realidad.
La verdad es que lo de menos son estos pocos días de mascarada oficial. A veces me turba pensar que siempre hay que andar con máscaras puestas; yo y todos. Que debajo de la aparente seguridad late un rostro temeroso. Que tras el semblante risueño hay una mueca de dolor. O que tras la cara compasiva puede haber un gesto de desprecio. Quiero aprender a ver los rostros humanos, quiero no tener miedo de dejarme ver. Ahora, cuando se apaguen los ecos del carnaval, es tiempo de quitar maquillajes.
Debemos ser alegres, optimistas, cantar, bailar y reír pero sin olvidar lo trascendental que es nuestra existencia aquí en la Tierra. Bien claramente podemos ver un simbolismo en el hecho de que después de los días de carnaval, aparece el miércoles de ceniza. Para los católicos es el Día, es la puerta que se nos abre para que durante cuarenta días hagamos cambiar y volver a escuchar más a Jesús, con sus propuesta.
A nuestro Dios le encantan los disfraces.
Se disfraza de aliento de soplo,
de brisa suave o viento huracanado,
de zarza ardiendo o nube opaca o luminosa,
de pan, de vino, de humano.
Dios es todo un furtivo. Lo suyo es sorprender.
No hacer nada como si estuviera previsto,
venir cuando no se le espera,
aparecer donde aparentemente nada tiene que hacer,
utilizar unas ropas que no le conocíamos,
deslizarse entre las páginas de una agenda apretada
en la que parece que no hay sitio para nadie,
dejarse oír en la llamada de teléfono,
sonreir al traluz de estos ojos triste, perdir ayuda…
El amor, y Dios es amor,
es la capacidad de disfrazarse de otro, de hacerse otro,
de asumir los harapos del mendigo,
la tez morena del inmigrante, o el perfil de un enfermo.
A Dios le duele el mundo y ríe con el mundo.
Hace suyos todos los gestos, todos los asombrosos
y nos invita a sorprendernos de los muchos colores de la vida.
